
Hemos descubierto que hay algo más rápido que la velocidad de la luz: el ojo de los taxistas de Bogotá. Estos tienen la capacidad de ver el verde casi cuatro segundos antes que el resto de los mortales. Hagan la prueba, observen que pasa justo antes que el semáforo cambié, seguro oirán un pito, dos, tres y todos provenientes de un poco amistoso “amarillo”.
Manejar en jornadas de diez, quince o quien sabe cuántas horas, va afectando la paciencia de estos conductores, bueno quien no pierde la paciencia manejando en Bogotá, pero la falta de paciencia no se debe traducir en sinónimo de peligro. La pericia que adquieren en sus extenuantes jornadas se traduce en velocidad, maniobras arriesgadas y no pocas veces en estrelladas.
Sus pitazos recurrentes, sus zigzagueo indiscriminado, sus frenazos a milímetros son sólo un ejemplo de lo que tienen que sufrir a diario los otros conductores y los transeúntes, pues para los taxistas no existen cebras, ni pasos peatonales. La persona no existe a menos que les saque la mano para pedir su servicio.
La “fiebre amarilla” todos la padecemos, los taxis siguen llenando la ciudad, y si bien, es una buena fuente de ingresos para muchas familias, también es cierto que la ciudad no debe sufrir esta sobreoferta, que unida a la del transporte público colectivo, nos sigue llenando la ciudad de humo, trancones e impaciencia. ¡amarillos, suave, suave con la ciudad!